miércoles, 3 de agosto de 2011

Banderas de nuestros padres

Los héroes son algo que creamos, algo que necesitamos, es nuestra forma de comprender lo que resulta casi incomprensible.
Cualquier película dirigida y/o protagonizada por Clint Eastwood promete ser una obra maestra del cine. En este caso su papel fue únicamente como director y, al menos para mí, no se convertirá en una de las mejores películas que he visto, pero hay que reconocer el gran mensaje de fondo que pretende transmitir Banderas de nuestros padres. Sobre todo teniendo en cuenta lo difícil que es realizar una autocrítica tan dura en un país tan patriótico y orgulloso como Estados Unidos. La historia se sitúa en la II Guerra Mundial, en la batalla por conquistar la isla japonesa de Iwo Jima, uno de los combates más violentos del conflicto bélico entre americanos y japoneses. La película aprovecha uno de los símbolos más importantes de la guerra para reflejar lo absurdo y patético de una guerra espectacularizada y vendida a la población como un acto glorioso. Los más jóvenes quizá no reconozcamos esta imagen en la que aparecen 6 soldados norteamericanos, de los cuales 3 murieron poco después, alzando la bandera en la cima de la isla. Una imagen que se convirtió en todo un símbolo de la grandeza y la victoria de un país que no podía continuar por más tiempo con las terribles consecuencias de la guerra. Un símbolo que escondía una realidad muy diferente, mucho más trágica y oscura que el gobierno trataba de ocultar. Los 3 supervivientes de la foto, sin poder entender la importancia de un acto tan absurdo, se vieron obligados a seguir la corriente a sus superiores y llevar a cabo un espectáculo mediático por todo el estado con la única intención de recaudar fondos para la guerra. Algo repulsivo para ellos, que no pueden olvidar la terrible experiencia de la batalla y, sobre todo, los compañeros que se quedaron en el camino.
Una de las tareas más complicadas a la hora de realizar una película bélica es el hecho de evitar que el público se muestre impasivo ante los que mueren en el campo de batalla. Estamos demasiado acostubrados a ver todo tipo de films en los que decenas de extras (si no más) mueran sin que se le de mayor importancia. Es algo demasiado habitual. Este es un asunto que Clint Eastwood logra solventar. Cada fallecido es un compañero caído, es un golpe para los que continúan, para los que únicamente luchan por salvar su vida y la de sus amigos. En Banderas de nuestros padres se nos presenta a unos héroes que no quieren serlo, que no se sienten así. Únicamente son unos afortunados por haber salido vivos de todo aquello y unos desdichados por las horribles vivencias que harán que nunca puedan soñar en paz. La cinta supone todo un trabajo de reflexión sobre lo ridículo de la glorificación de la guerra y la magnificación de lo que suponen los considerados héroes de la patria. Un autoengaño que solo sirve para consolar a los que sufren la pérdida de los muertos en la batalla y para intentar dar sentido a algo que en ningún caso se comprende.
Una historia magnífica que, contando con un director tan extraordinario, debería conseguir atrapar al espectador de principio a fin y que, sin embargo, resulta pesada en la mayor parte de la película. Continúas viéndola porque interesa el tema, interesan los acontecimientos, pero su desarrollo es demasiado lento. Toda una lástima porque, de tener mejor ritmo, sería una clase magistral de cine. Ahora queda ver su obra hermana, la que narra la perspectiva de la guerra desde el bando japonés: Cartas desde Iwo  Jima.

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